La mirada de César Gómez Motta se enciende cuando repasa algunos hitos de sus vitales 91 años, sobre todo aquellos que ameritan una versión cinematográfica que haga foco en una vida de plagada de aventuras consumadas en España, donde tras relucir en los ruedos como un torero proveniente del otro lado del Atlántico, supo del horror de la Guerra Civil que devastó ese país y por la cual estuvo confinado en un campo de concentración en el que como una suerte de Oskar Schindler argentino, ayudó a prisioneros extranjeros a escapar de la temible Gestapo y del régimen franquista.
En su casa de Haedo, César recreó en tres horas 19 años de una existencia intensamente vivida en aquel país, al que viajó forzado por la crisis que 1929 quebró la actividad comercial de su padre español en Buenos Aires, para abocarse a lo que la herencia de sangre le había legado: la pasión por las corridas de toros aunque en su caso dentro del ruedo mismo y ataviado con el traje de luces.
“En 1930, a los 10 años, estaba en Salamanca y empecé a conectarme con la actividad taurina, a la cual había incorporado por tantas visitas de toreros españoles al negocio de mi padre”, contó a HISTORIAS DE VIDA este ciudadano ilustre de Morón que también es escritor y fomentista. Pero “El argentinito”, el nombre que incorporó cuando empezó a cautivar al público con sus pases sobre la arena, un día decidió aceptar el ultimatum de Marina, su novia por entonces y su mujer hoy en día, que lo emplazó a optar entre los toros y ella. Y eligió así a la madre de su única hija.
Pero nunca iba a imaginar lo que el destino le tenía reservado. La Guerra Civil española se desató el día después que el 16 de julio de 1936 vio por última vez a su padre en la calle Alcalá, en Madrid, y tras vivir en un país literalmente dividido en dos, el final de la contienda vino con una sorpresa que le iba a deparar un año y medio de angustia. “Cuando terminó la guerra todos los extranjeros tuvimos que presentarnos en las comisarías para asumir la ciudadanía española. Yo tenía 18 años y quería seguir siendo argentino -precisó- pero las autoridades me apuntaron que si mi padre era madrileño, yo era español, así que si mantenía mi postura, me iban a detener”. Y así fue”.
El destino final fue el campo de concentración de Miranda de Ebro, en Burgos, donde estuvo un año y medio entre 1940 y 1941 aunque beneficiado por sus conocimientos como empleado contable, logró salir de las barracas para instalarse en la oficina de extranjeros, desde donde dio más de una mano para “ubicar” en los lugares más acomodados a los compatriotas que corrían su misma suerte.
La experiencia más fuerte en ese sentido fue cuando a pedido otro prisionero borró las fichas de dos generales también checos allí detenidos, a los que al día siguiente iba a ir a buscar la Gestapo. “Los alemanes nos hicieron formar a los gritos, irritados porque no podían encontrar a esos generales”, contó, presumiendo que los dos militares habían sido sacados de alguna manera del lugar. Más tarde, las gestiones de la embajada argentina impulsadas por su familia terminaron por rescatarlo del campo de concentración y a sugerencia de un diplomático argentino, Ricardo De la Hoz, organizó desde afuera una huelga de hambre en el centro de reclusión que se extendió durante 11 días y que fue el final del calvario para centenares de extranjeros. “¿Le dijeron que lo suyo se parece a lo de Schindler en Alemania?”, preguntó entonces HISTORIAS DE VIDA. César se sonrió y miró profundo, quizás hacia ese pasado de película en el que se acostumbró a lidiar con las circunstancias más bravas.